Leía el otro día un artículo de Carlos Berzosa, rector de la Universidad Complutense de Madrid, que me llamó sobremanera la atención. La pieza giraba alrededor del conflictivo asunto de Bolonia, ese proceso de convergencia en el Espacio Europeo de Educación Superior que está levantando inexplicables ampollas. Y aclaro el calificativo “inexplicables”.
Los estudiantes se declaran en contra de una supuesta privatización de la Universidad ante la que yo, junto con Berzosa, también reaccionaría. Lo que, personalmente, se me escapa es por qué el colectivo estudiantil se empeña siempre en buscar la nota discordante donde no necesariamente la hay. Que el proceso de implantación de las nuevas normas esté siendo una complicada madeja de nudos burocráticos absurdos, desorientación y desconocimiento general no quiere decir que Bolonia en sí lo sea. Que nuestras autoridades sean la incompetencia personificada y ni hagan ni dejen hacer no es culpa de esta nueva normativa que sólo abre puertas a Europa.
La validación de un título en la totalidad del continente es un gran paso que, por fin, se ha dado. La integración educativa parece llegar en breve, siempre después de la política y la económica, el vil metal, por supuesto. La facilitación de la movilidad internacional permitirá no que poseamos todos una misma educación, sino que Europa sea un ir y venir de diferentes culturas, un enriquecedor flujo de ideas, lenguas, formas de ver la vida en torno a un espacio de expresión libre: la Universidad.
Hasta ahí, a grandes rasgos, comparto punto de vista con el rector de la Complutense. Nuestros caminos se bifurcan al llegar al tema de la especialización. Decía Berzosa que él se promulgaba contrario al mercantilismo en la Universidad, contrario a la formación profesional específica para un campo laboral concreto, dejando de lado lo global. Criticaba él, en cierto modo, el ritmo frenético que marca la sociedad, que requiere personal cada vez más joven, activo y capaz de actuar casi sin pensar ante un problema. Pues bien, digo yo: Si la sociedad se desprende de los eruditos académicos que saben de todo y, a la vez, no saben de nada; que tocan todas las disciplinas y, por consiguiente, no profundizan en ninguna, ¿por qué seguir empeñados en producir ratones de biblioteca?
Para la cultura general, para el crecimiento personal, ya están los colegios, los institutos, las familias y la vida en general. La Universidad no puede ser educadora en el sentido moral, debe centrarse en preparar a sus estudiantes para el futuro, que sepan defenderse en el agresivo campo de batalla laboral, que reaccionen con rapidez, que sepan qué hacer en cada momento sin permitir espacio a la duda. Debe producir lo que la sociedad demanda, lo real, guerreros que luchen en condiciones extremas y salgan victoriosos.
Si Bolonia es igual a especialización, igual a ir acordes con la demanda laboral, no ir perjudicialmente a contracorriente de lo que las empresas (las que mandan) van a exigir en el futuro, desde luego, bienvenida sea, por el bien y la integridad de los futuros trabajadores. El desagradable comentario de “aprendes trabajando, cuando terminas de estudiar no sabes nada” está llegando a sus últimos días.
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