JUAN DE DIOS LÓPEZ MARTÍNEZ
Si la política debe ser una “profesión” o debe de ser una “vocación” es un tema de tan acalorada discusión como de permanente actualidad. Aunque ambas concepciones convivan hoy día, la profesionalización de la misma es un hecho tan palpable en nuestra sociedad que la mayoría de nuestros políticos no lo serían si no fuera, precisamente, porque se encuentra profesionalizada.
Los defensores de la política como profesión se amparan fundamentalmente en que si ésta no se profesionalizara, tal como ocurría en el siglo XIX, sólo tendrían acceso a la misma las clases pudientes: el proletariado, carente de recursos, sería imposible que accediera a desempeñar un cargo político si éste no fuera retribuido de alguna manera. Frente a los defensores de la política como profesión se encuentran los defensores de la política como vocación, que son aquellos que defiende que los políticos deben de estar motivados por ideas y valores y entregados al mandato de sus electores, al margen de cualquier consideración económica.
Con la llegada de la democracia los cargos representativos públicos se han visto en la necesidad de atender nuevas funciones en detrimento de sus actividades privadas. En correspondencia, el Estado debe articular alguna forma de remunerar esa especial dedicación pública para que el representante político no vea mermada su esfera patrimonial privada.
Pero, ante todo, no hay que olvidar que el acceso a la política es un acto de carácter personal y voluntario, y que está fuera de lo que normalmente se entiende en el mundo laboral como relaciones laborales de carácter dependiente. Su retribución, por tanto, tiene que responder a criterios netamente políticos fuera del ámbito del derecho laboral.
La duda que surge siempre es cuál debe ser la remuneración del político, y aquí es cuando estamos metiendo el dedo en la llaga. Bajo esta interrogante la opinión pública se encuentra dividida fundamentalmente en dos corrientes. Una, que se opone a que la remuneración del político tenga carácter salarial, manifestándose a favor de que sea indemnizado por la pérdida patrimonial que le va a ocasionar su dedicación política. Es decir, el político debe cobrar exactamente lo que va a dejar de percibir en su esfera privada por su dedicación política. La otra se manifiesta claramente a favor de una retribución. Es decir, que el político tenga un sueldo con independencia de si su dedicación política le va a ocasionar o no una pérdida patrimonial.
A pesar de que la mayoría de la opinión publica se decanta porque el político sea indemnizado, el caso es que la generalidad de nuestros políticos están remunerados con carácter salarial. Además, como el político es el que establece sus propias retribuciones, el abuso ha sido tal que hay alcaldes y concejales con retribuciones muy superiores a las del propio Presidente del Gobierno.
Muchas serian las ventajas para el ciudadano si la retribución política tuviera un carácter indemnizatorio frente al salarial, pero hay dos de ellas que recomiendan con creces el que ésta deba tener tal carácter indemnizatorio: la primera seria que personas con una amplia formación y una amplia experiencia tanto en la gestión económica como en los recursos humanos, accederían a la política porque no se iban a ver perjudicados respecto de su actividad privada. A su vez, la comunidad se vería favorecida con la llegada a la política de verdaderos políticos “vocacionales”, sin ninguna necesidad de entrar en política para tener un sueldo y, sobre todo, con capacidad demostrada para asumir esas funciones de gestión pública. Y una segunda, quizás tan importante o más que la primera, sería que la política dejaría de ser un reducto de personajes carentes de la más mínima formación y experiencia en la gestión, y que sólo están en política porque hay un buen sueldo que les retribuye y que son incapaces de conseguir en la vida privada.
Imaginemos por un momento que se dictara una ley por la que se estableciera que los políticos cobraran exactamente la misma cuantía que declararon por su trabajo en su declaración de IRPF en el año inmediatamente anterior a su entrada en política. Imaginemos también que se dictara otra ley electoral que permitiera votar nominalmente a cada candidato en lugar de a una lista cerrada. Imaginemos también que se dictara otra ley por la cual los ciudadanos pudieran revocar el mandato del político si éste no responde a las expectativas creadas, sin necesidad de tener que esperar a otras elecciones. Estaríamos entonces no sólo ante una verdadera democracia representativa, sino ante una verdadera democracia participativa donde el ciudadano dejaría de ser un mero emisor de votos, garante de sus derechos y con posibilidad de sancionar políticamente el abuso o la ineficacia.
Dificilmente en este país se van a dictar semejantes leyes. Nuestra clase política, amparada en una legislación blindada que ella misma ha promulgado a su absoluta complacencia, se ha asegurado de todo lo contrario. Es decir, la política seguirá siendo una profesión bien retribuida a la que sólo tienen acceso aquellos que rinden pleitesía y sumisión al partido y a sus jefes.
En el caso de los ayuntamientos la cosa se ve empeorada al corresponder al pleno (a la mayoría gobernante, mejor dicho) la designación de los políticos que se van a liberar con cargo a los presupuestos del ayuntamiento y la cuantía de las retribuciones a percibir, y esto, simplemente, como dice el viejo refrán, es “poner la zorra a guardar el gallinero”
Como afirma el escritor Frei Betto, “cuando el político se aferra a su poder, sus ambiciones personales se anteponen a los intereses del bien común, la vocación se transforma en profesión, se fetichiza la política y se corrompe la subjetividad del político.”
Y es que el ejercicio del poder no entiende de ideologías, por cuanto el fin del político profesional no es otro que aferrarse al sillón y gobernar pensando sólo en ganar las próximas elecciones, cuando lo que verdaderamente interesa a la sociedad es que el político gobierne pensando sólo en las próximas generaciones; algo que sólo llevan a cabo los grandes estadistas, y esos, hoy por hoy, no abundan en España.
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