Dicen que escuchando los primeros acordes de una canción se puede saber inicialmente si una canción es buena o no. Estoy bastante de acuerdo con esta afirmación: escuchando el sonido de guitarras inicial de Chica de ayer uno ya piensa, de entrada, que una historia importante va a ser contada musicalmente.
Sábado por la tarde. El Chico de ayer -ya hombre de hoy- reflexionaba cómodamente sentado en el salón de su piso situado en los Almendros revista de pop en mano. Habían pasado ya unos años desde su encuentro con el sabio, aquel que le subrayó las palabras del filósofo - el hombre es un lobo para el hombre- . Hay que ver cuánta razón llevaba el sujeto, pensaba para sí mismo. Por la sala gateaba, animoso, un precioso bebé fruto de su relación con una chica también de Priego, a la que conoció en el Instituto Álvarez Cubero y con la que no tardó demasiado en contraer matrimonio. El azar les llevó a compartir aula el año de las Olimpiadas de Barcelona.
Tampoco le faltaba razón al extraño de avanzada edad cuando me informó de la Conciencia, volvía a reponer el joven. Ciertamente ayuda a tomar decisiones en el hipercompetitivo mundo éste del capitalismo atroz, y no te traiciona. La única manera de soportar las zancadillas de la vida –y de algunas personas- es (continuaba meditando) adoptar una actitud con la ética mínima y necesaria para al menos vivir tranquilo con los que te rodean, y de este modo, poder estar en paz con uno mismo. Quizá la felicidad del ser humano consista también en cierta manera en darse cuenta que nada es lo suficientemente importante, tal y como le había escuchado decir alguna vez a Antonio Gala.
EL joven analizaba los tres retos que dicen que hay que cumplir en la vida antes de que “la cajita de madera” se cierre para siempre: tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. El primer paso ya estaba sobradamente dado, el segundo podía ser cuestión de tiempo, y para el tercero tenía un obstáculo enorme: precisamente la falta de tiempo. No era fácil para él conciliar las obligaciones que el paso del tiempo había traído: las de índole laboral, y también las familiares.
El Destino, que a fin de cuentas es quien baraja las cartas que los hombres jugamos, había sido benévolo con el Chico de ayer que, mochila en hombros, pedaleaba alegre y despreocupado en el Pasado. Con esfuerzo y tesón se encontraba en una estación del ciclo vital más avanzada que antes y, afortunadamente, en buen estado de salud y económico. Y había madurado. Pero también había pagado indirecta e involuntariamente un alto peaje en el trayecto: su cuerpo sin tener demasiados achaques no gozaba de la frescura física de antes, y el desparpajo y la inocencia de antaño habían sido sustituidos por una cierta frialdad y picardía necesaria para sobrevivir. Fue quizá esa reflexión la que llevó a levantar en brazos a su criatura al estilo de la mítica secuencia del Rey León. Al mirarlo y observar sus cristalinas pupilas volvió a su imaginación la estampa de sí mismo pedaleando, y se preguntaba cómo le iría a su hijo dentro de unos años, cuando la sociedad estuviera aún más evolucionada. Qué cartas le tendría el Destino reservadas a su hijo y qué sentido tiene, después de todo, tanta lucha. En ese momento su mente empezó a reproducir la aterciopelada voz de Antonio Vega: “… demasiado tarde para comprender”.
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