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31 de mayo de 2015 | VICTORIA PULIDO

La prieguense Mari Carmen Mérida consigue un premio literario en Málaga

certamen

Nuestra paisana Mari Carmen Mérida Ortiz obtuvo recientemente un premio en el X Certamen IES Profesor Isidoro Sánchez, un certamen de literario de relatos y poesía organizado por dicho instituto de la capital malagueña.

En concreto, el premio obtenido fue el Segundo premio en la modalidad de Relato, por su obra Lluvias, martinicos  y travesuras.

No es la primera vez que esta joven prieguense, estudiante de 2º de Bachiller en el IES Álvarez Cubero, obtiene en un certamen literario. De hecho, ganó dos veces el Concurso de Jóvenes Escritores, organizado por este periódico, en los años 2011 y 2012, además del primer premio en el III certamen de poesía de La Virgen Romera y el segundo premio en el Certamen literario Ángel Carrillo en 2009.

A continuación reproducimos el relato

“Lluvia, martinicos y travesuras”

Era mayor, no viejo; tenía años en su cuerpo pero no en su mente ni en su corazón.

No era de los que podían contar muchas alegrías, pero conseguía que las tristezas tuviesen su lado positivo, y hasta con una triste pena lograba poner en los labios una sonrisa alegre.

Se crió en el campo, entre los olivos, membrillos y huertos donde se sembraba todo que servía para sustento de la familia. Por mucho trabajo que costase sacar adelante cualquier cosa sembrada, lo trabajaba sin descanso ni desánimo, porque en ello iba el comer más o menos bien, el vivir más o menos mejor.

Su vida cuando era joven en casa de sus padres, fue más o menos cómoda. Sus padres eran de “posibles”, de los que en aquel tiempo tenían algunos dinerillos.

Cuando se casó, hizo su vida y creó su propia familia, la cosa fue más complicada de llevar adelante; su vida era esfuerzo, esfuerzo y lucha continua porque sus hijos tuvieran lo necesario.

Al llegar la primavera, pero más en verano, cuando el trabajo en el campo era abundante y los días largos, trabajaba a jornal y medio, ganando el pobre sueldo que pagaban los “señoritos de la época”. El medio jornal restante era para su huerto o sus animales.

Poco tiempo tenía este hombre para sus hijos, pero pese a todo lo hallaba para contarles sus historias de juventud, y sus hijos reían con aquellas historias que en más de una ocasión, tenían más de llanto que de risa. Tenía el don de transformar penas, de quitarles amargura.

Era guapo y elegante, y aunque andaba siempre por el campo con sus pantalones remendados, cuando por alguna fiesta o evento se vestía con su traje azul marino y su corbata de rayas, no tenía que envidiar a nadie que hubiese alrededor, por “adinerado y señorito” que fuera. Le tocó vivir esa época de: “señoritos andaluces”, y lo llevó bien, sin rencor, sin pensar si era justo o injusto, sin cuestionar si el papel que le había tocado en la vida era peor o mejor que el de otro.

Muy temprano cogía su merienda, colocada en una capacha de esparto y marchaba al trabajo; advertía a sus hijos que fuesen buenos en la escuela y que al volver ayudaran a su madre en las faenas, que cogiesen hierba para los conejos, diesen de comer a las gallinas o guardasen las cabras, que obedecieran a su madre en todo. Volvía al anochecer cargado de leña para el fuego o tallos de olivo para dar de comer a las cabras.

Sus hijos lo recuerdan trabajador, algo gruñón y divertido.

En invierno el trabajo del campo se endurecía con fríos intensos, lluvias, heladas, etc., algunos días en el campo no se podía trabajar y se rompía la rutina diaria. Los primeros días gustaba y luego como durara un poco el mal tiempo desesperaba, porque día sin trabajo, día sin sueldo y día sin sueldo, malo para la débil economía familiar. De todas formas había un poco de relajo y la familia al anochecer ya estaba reunida en la mesa camilla con un buen brasero, viendo las pocas cosas que se podían ver en televisión, escuchando la radio, o más tarde, después de cenar jugando al parchís o a las cartas.

Una de esas noches de invierno, estaban reunidos toda la familia, más unas amigas de su hija y un sobrino suyo, todos esperando para ver un programa de televisión; pero la lluvia persistente durante todo el día y el viento huracanado que se desató al caer la noche, hizo que se fuera la luz (cosa frecuente en aquellas débiles instalaciones de electricidad). Después de esperar pacientes que volviera durante veinte minutos y viendo que no, decidieron jugar a las cartas y entre velas se repartieron para empezar a jugar. La baraja sobre la mesa, el viento silbando fuera, la lluvia cayendo con fuerza le hizo recordar un episodio de juventud dónde hubo cartas, lluvia, martinicos y travesuras.

Y ante las risas e insistencia de su mujer, hijos, amigos y sobrino decidió contar la historia.

-Tenía yo diecisiete o dieciocho años, cuando mis padres arrendaron una casa con tierras de labor por un precio bajo; porque eran buenas tierras y buena casa, mi padre se preguntaba el por qué de aquella “baratura”, y un poco antes de mudarnos allí, se lo dijeron, nadie quería irse a aquella casa porque se decía que había “martinicos” (que eran una especie de fantasmas traviesos que por aquella época se hicieron muy populares entre las casas de campo y cortijos de la zona; servían para asustar a los niños y quitar a los jóvenes las ideas de corretear solos de noche de un sitio a otro, todo lo extraño que pasara, eso eran martinicos). A mi padre aquello le importó bien poco, a mi madre le hizo menos gracia pero con la mudanza a punto optó por callar.

No recuerdo si a los hijos mayores nos comentaron algo de ese tema, pero desde luego a las niñas no, y mira por donde nada más llegar, fueron el blanco de los martinicos. Se les perdían los zapatos que ponían al lado de la cama cuando se acostaban y aparecían en otro sitio, algunas noches oían como si tirasen piedrecitas en la ventana; mañana sí, mañana no, aparecían sus camas con tierra en las colchas; rara era la noche que no terminaban las dos en el cuarto de mis padres. No eran martinicos malos, eran revoltosos, traviesos; en la casa se les aguantaba bastante bien, es más, a veces eran sus travesuras el único divertimiento tras el trabajo. La vez que mi padre se cabreó más, fue una madrugada que estalló una tormenta, tenía el maíz puesto a secar en la era que había delante de la casa; al primer trueno se tiró de la cama, encendió el candil, se vistió apresurado para ir a avisarnos que le ayudásemos, pero al ir a ponerse las botas (que dejaba al lado de la cama) en su lugar estaban los zapatos de tacón de mi madre, zapatos que mi madre usaba muy de vez en cuando, y estaban guardados y bien guardados. No quedó un santo quieto en el cielo, ni un demonio tranquilo en el infierno, mi padre les dio repaso a todos. Al amanecer al día siguiente ya estábamos buscando las botas que no hubo manera de encontrar, y que aparecieron dos días después al lado de la cama como si nunca de allí se hubiesen movido.

Una cosa que nos hizo gracia fue cuando los martinicos asustaron a la tía Elvira, mi tía venía dos o tres veces al año a mi casa a ayudar a mi madre en las conservas, en la matanza, con la costura… venía de Cañete de las Torres, y estaba una semana o dos. Aquel mes vino a hacer un “toquillón” a mi madre, ¡vamos una toquilla hasta los pies!

Mi tía era más seca y áspera que un manojo de esparto y aunque solía decir que sus sobrinos favoritos eran los hijos de su hermano Pedro (o sea, nosotros), con sus actos lo demostraba poco, cuando se dirigía a nosotros no lo hacía por nuestros nombres sino que nos llamaba gandules u holgazanes, a mi hermano mayor que era muy alto y delgado le llamaba “el larguirucho”, a mi hermano más chico “renacuajo”, con la niñas tenía más consideración, les decía las muñecas.

En cuanto llegábamos al atardecer del campo, que no quedaba de sol nada más que un punto en el horizonte, ya estaba de mal humor.

 -¡Ea! Ya estáis aquí, a media tarde, ¿eh gandules? El larguirucho a componerse para ir a pelar la pava con la novia, que es lo único que hace bien y vosotros a holgazanear toda la tarde.

Cuando acababa con sus reprimendas era noche cerrada. Si nos acercábamos a ella para ver el punto, nos espetaba “¡fuera, fuera de aquí, que mancháis la lana!”. Todavía me pregunto cómo podíamos manchar una lana marrón oscura, puestos a un metro de distancia y con las manos en la espalda, con la mirada sería porque de otra forma era imposible. Así que cuando una noche que los martinicos estaban de juerga le desbarataron la toquilla y le dejaron la lana hecha un montón a los pies de la cama, mis hermanos y yo nos reímos por lo bajo lo que no hay en los escritos, pero a la pobre mujer le vino largo lo de los martinicos, y después de llorar hasta mediodía haciendo ovillos con la lana se le metió en la cabeza que se iba a su casa y que allí la haría y que luego la mandaría como pudiese, y de nada sirvieron las súplicas de mi madre.

 -Pero cuñada, que eso no tiene importancia, quédate unos días, que te prepare yo algo para que te lleves y le haces los gorros a las niñas.

No y no fue; y no sabemos si fue por los martinicos o porque así le combinaron las cosas, no volvió a venir a mi casa hasta que nos mudamos.

Cuando en invierno llovía, de los cortijos cercanos venían los muchachos a jugar a las cartas con nosotros y pasar así las largas noches de invierno. Otras veces nos íbamos nosotros a sus casas, pero aquella noche recuerdo que jugábamos en la mía, habíamos puesto un farol en la mesa y la habíamos acercado al fuego de la chimenea que daba calor y humo a los chorizos y morcillas de la matanza; y allí entre bromas y risas llevábamos ya horas, partida tras partida. Sería ya madrugada cuando se me ocurrió una mala idea:

 -¿A que no tenéis huevos que nos comamos un chorizo?

Todos respondieron que tenían huevos de comerse un chorizo y una morcilla también si se terciaba. A Luis “el del pozo”, fue al que le entraron más ganas, que en su casa todavía no habían hecho la matanza, sin embargo a mi hermano Juan (que era el más chico de mi casa) que estaba todavía en edad de recibir algún que otro sopapo de mi madre, le entró el pánico:

 -¡No, y mil veces no! Que omá cuenta los chorizos todos los días y luego se lía.

 -¡Anda ya! Le decimos que nos olvidamos de cerrar la puerta, que entró el gato y se lo comió.

Era una tontez, pero a esas horas que ya teníamos despierto el gusanillo del hambre, nos pareció una buena explicación y sin más, tardando menos en comerlo que en pensarlo dimos buena cuenta de uno de los más grandes.

Estábamos de risas y a punto de retomar la partida cuando apareció en la puerta nuestro gato, era más negro que el hollín, y tenía dos ojos brillantes como dos luciérnagas.

-Mira el gato…si… vamos a corretearle, si se despiertan decimos que nos descuidamos y se comió el chorizo y fuimos tras él.

Nos levantamos todos a la vez, y el gato se calaría lo que se le venía encima, porque se puso todo encrespado y con un rabo más gordo que una madeja de lana y echó a correr despavorido, escondiéndose en todos los sitios que podía y nosotros tras él, corría y nosotros le seguíamos con un tropel que hubiese despertado a un ejército, pero en mi casa si se oía algún ruido de noche, por si eran los martinicos, se arropaba la cabeza y ya al día siguiente se vería.

Dimos vueltas por el patio, el animal se escondía donde podía y nosotros lo sacábamos como podíamos y en sus desesperadas carreras, encontró las escaleras que subían a la camarilla, dónde mi madre guardaba el aceite del año, la matanza en sal, frutas, en fin… allí fue el gato y nosotros tras él, y empezó saltando por entre camuesas, peros y caquis y acabó sin saber cómo en la tinaja del aceite, no sé cómo lo hizo pero entrar y salir del aceite fue todo uno, huyó escaleras abajo, pringando todo por donde pasaba y escapó por la baldiílla del patio, se perdió entre la lluvia y la oscuridad de la noche; nunca más le volvimos a ver, menudo susto se llevó el animal en su cuerpo.

Nos habíamos reído, pero lo del gato, lo del aceite y eso… nos hizo quedar en silencio, qué íbamos a decirle a nuestros padres, que mi madre cuando se enfadaba era mucha madre, y mi padre algunas veces nos ponía firmes, y cuando sucedía había que temerles más que a un dolor de muelas. Pero mejor excusa que los martinicos ninguna, que aquella noche se habían vuelto más traviesos que nunca.

Al día siguiente nos despertaron las voces de mi madre, más que voces eran aullidos desgarradores cuando la mujer vio lo que había de aceite por todos sitios, más aún aullaba cuando vio que le faltaba un chorizo, de los largos, de los que ella estiraba y hacia con él un arroz, tres potajes y un mojete de patatas.

Nos hizo levantar a todos, por supuesto nadie sabía nada y ella mosqueada no paraba de decir:

 -A mi no me cuadra que los martinicos se hallan comido el chorizo, porque los martinicos no comen, que no tienen boca, que no pueden comer.

 -Madre eso de que no comen y no tienen boca ¿quién te lo ha dicho a ti?

 -¡Yo lo sé! Pero por si o por no, los chorizos no duermen solos ni una noche más, aquí vuestro padre o yo a vigilar.

Tal como dijo, lo cumplió y ni una rodaja de chorizo comimos sin la supervisión de mi madre.

 

Dio por terminado su recuerdo poniéndose en pie durante un momento, mientras todos reían y le hacían preguntas

-¿Qué pasó con los martinicos?

-¡Ah! Que le dijeron a mi padre que eso pasaba porque había un tesoro escondido en la casa y eran señales del más allá; fue mi padre a Lucena y se trajo a un hombre que aseguraba poder encontrar tesoro si lo hubiese, una especie de zahorí, que con un péndulo en vez de encontrar agua, se suponía encontraría monedas, pero que allí no encontraron nada; lo único, que nos dimos una harta de reír  y el tío se fue mosqueado y harto de hacer agujeros por toda la casa. Hizo un boquete en el cuarto de mis hermanas, en la alacena formó la de Dios y nada de nada… y cuando se cabreó más fue que escondimos una mano almirez en el patio debajo de un montón de estiércol y allí señaló el péndulo y él contentísimo “¡aquí, aquí, aquí está!” y cuando encontró la mano almirez, cogió tal indignación que guardó su péndulo, montó en su mulo y se fue para Lucena cantando bajito; pero al final no muy disgustado porque le dio mi madre un queso de los que ella hacía, ya no iba con las manos vacías y que ya se sabe, las penas con pan son menos penas.  Luego ya nos hicimos una casa (en la huerta que heredó mi padre de mi abuelo Perico) nos mudamos y bastante después se comentó que habían encontrado un dinero en la casa de los martinicos, pero nosotros no tuvimos suerte.

 

Se levantó dando por terminado su relato, se acercó a la ventana y exclamó

-¡Eh! Ha dejado de llover, me voy a la cama, que mañana si no llueve tengo faena, que esto de estar mano sobre mano no puede ser.

-No por favor, cuéntanos algo más de tus historias, que mañana con lo que ha llovido nada se va a poder hacer en el campo. Cuéntales a Encarni y Loli lo del libro aquel que os querían vender para libraros de la mili.

-Ah…eso… nos podíamos haber librado de hacer la mili y por no leernos un libro la tuvimos que hacer.

-¿Y eso?

-Eso es que un verano que hacía más calor que ningún otro verano que yo recuerde, a la hora de la siesta se dejó caer por mi casa un vendedor de libros. Se presentó el hombre sudando por cada poro de su piel, rojo como un tomate; levantó la cortina que mi madre ponía para evitar el sol y gritó:

 -¡Señora! ¿Se puede?

Mi madre que dormitaba en la mecedora dio un respingo, no estaba acostumbrada a visitas extrañas y menos a la hora de la siesta, dio un brinco y se plantó en la puerta.

 -¿Qué quiere usted?

 -Nada señora, ¿sería usted tan amable de darme un poco de agua?

 -Sí hombre, pase usted.

 -¿Puedo sentarme un poco a descansar, con su permiso?

 -Sí hombre, siéntese.

En cuanto se sintió recuperado atacó.

 -Señora, ¿cuántos hijos varones tiene usted?

 -Cinco.

 -¿Alguno de ellos ha hecho la mili?

 -Sí, el mayor la ha hecho.

 -Seguro que lo pasó mal, ¿verdad señora?

 -Muy bien no lo pasó, la verdad.

 -Pues usted puede evitar ese mal trago al resto de sus hijos, porque aquí, (y señalaba su maleta) aquí tengo yo un libro que por un módico precio evitará el sufrimiento de sus hijos y el suyo propio.

 -No, no, mire usted, yo no sé leer.

 -Su marido lo leerá.

 -No, mi marido tampoco sabe.

 -¿Alguno de sus hijos? Sus hijos sabrán leer.

 -Poco saben, que aunque les pusimos maestro, de poco les sirvió, que apenas si aprendieron a escribir sus nombres, sumar y restar.

 -Bueno, bueno, algún familiar o conocido tal vez les pueda leer el libro, mire usted, que merece la pena, que evitar a sus hijos ese mal trago bien merece un pequeño sacrificio económico, y la verdad es que no es tan caro porque…

 -Bueno ya hablaré yo con mi marido, haber que dice.

Durante tres días seguidos, llegó el hombre de los libros con las mismas; el mismo calor, las mismas ganas de agua, las mismas de descansar y las mismas de vender el libro.

 -¿Ha hablado usted ya con su marido?

 -Sí, pero dice que no quiere libros.

 -¡Mujer, intente usted convencerle! Por el bien de sus hijos.

Cuando el hombre marchaba y mi padre se levantaba de la siesta, mi madre le calentaba la cabeza todos los días; así que decidió cortar por lo sano.

 -Mañana, si vuelve, me llamáis, a este le harto yo.

Efectivamente volvió al otro día, levantó la cortina como de costumbre.

 -Señora, ¿se puede? ¿Un vasito de agua por favor? ¿Habló usted con su marido?

 -Beba el agua y marche, que mi marido está de malas y no quiere saber nada de libros.

 -Pero mujer si es que…

Mi padre le interrumpió desde el cuarto.

 -¡Maestro! Vaya usted con Dios, que aquí no queremos lecturas.

 -Caballero, su esposa le habrá dicho lo bueno que tiene este libro, ¿me equivoco?

 -Maestro, váyase usted, que como me levante…

 -¡Levántese caballero! Que ya le explico yo, verá como se convence.

 -Le voy a convencer yo a usted.-Gritó mi padre mientras abría la puerta del cuarto.

Apareció mi padre en calzoncillos y con un palo del tamaño de una viga, con un gesto amenazador, que aunque su atuendo podía mover a risa, su gesto daba más miedo que un guardia civil con fusil cargado.

 -¡Ea, aquí estoy! Le voy a dar un palo, que le va a dejar la cabeza en dos.

Al pobre hombre se le cayó el vaso del agua al suelo y echó a correr hacía la puerta, mi padre se fue tras él; al llegar a la esquina de la casa el hombre volvió la cabeza y al ver que mi padre no le seguía, se tranquilizó, se recompuso la chaqueta y siguió a paso más lento; pero mi padre había cruzado por las cuadras y salió a la parte de atrás, dándose de frente con él, que al verle, corrió cuesta abajo tropezando, cayendo de culo y desparramando los libros cuesta abajo, cuando paró de correr, volvió sobre sus pasos, recogiendo los libros más cercanos, pero sin atreverse a subir a recoger los que habían quedado cerca de mi padre; prefirió perder los libros y salvar su integridad física.

Mi padre regresó a su siesta y cuando se levantó dijo:

 -Id a por los libros, ¡que mira que baratos han salido!

Volvimos con los libros y comprobando que todos eran iguales, cogimos uno, desechando los demás junto a la chimenea. Lo cogió mi hermano José, que era el que sabía leer un poco mejor.

Abrió el libro y exclamó:

 -¡Ojú! Que letra más chica… todos los… los espa… españo… ñoles, tienen la obli… obli… ga… ción, de ser… vir a su patri…patria y de de… defen… der su ho… nor, pe… ro, hay excep… excep… excepciones que…

 -¿Eso que es?

 -¿Qué?

 -Lo de las excepciones esas.

 -No sé,… no sé yo… toma lee tú.

 -No, lee tú.

 -No, yo ya he leído, ahora te toca a ti.

Cogí el libro, y viendo aquella letra tan chica, tan junta, tan difícil de entender dije:

 -Yo mejor me voy a la mili, antes de tener que leer este tostón.

Así que con tres renglones tuvimos para hartarnos de leer; y a aquel pobre hombre le dimos el verano con la pérdida de los libros, libros que tuvo que sudar el verano y seguramente parte del invierno.

 

Todos reían imaginando el caso, y este hombre se dirigió a su mujer con una sonrisilla.

-Oye Isabela, tráete unos polvorones que hace ya que cenamos y el cuerpo me pide alguna cosilla para irse contento a la cama.

-Pues que sepas que no es bueno comer e inmediatamente acostarse.

-Eso, ¿quién lo dice?

-Eso la televisión.

-Y quién sabe más de mi cuerpo, ¿la televisión o yo?, a mi me va a decir la televisión lo que me sienta bien o mal… y una cosa os digo, apañados vais como hagáis caso a lo que dice la televisión; que en televisión cada uno arrima el ascua a su sardina, anuncia lo que le interesa, sea bueno o malo, mientras le paguen, no pone objeciones ni a verdades ni a mentiras, mientras hagan la olla. Ya veréis con el tiempo, yo no llegaré a verlo pero que cada cuál va a lo suyo lo veréis vosotros que sois jóvenes y vuestros hijos lo verán más.

Si este hombre, en este principio de 2015 levantara la cabeza, vería lo acertado que estaba.

La televisión nos bombardea con lo bueno, lo malo, lo cierto, lo que no lo es tanto, con gente buena que parece mala, con malos que parecen buenos…

Posiblemente este hombre se remitiría a algunas frases del Quijote: “bien predica el que vive bien” o también “aun entre los demonios hay unos peores que otros y entre muchos malos hombres suele haber alguno bueno”.

Como Don Quijote, tengamos fe en ese alguno.

 

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